Última palabra

Competir no es siempre saludable
por Ruth Levine

La defensa de la salud mundial tiene un extraño matiz competitivo. Quienes abogan por intervenciones para salvar vidas suelen hacerlo citando cifras de “vidas salvadas” o de “enfermedades evitadas”, como si se tratase del marcador de un partido de fútbol.

Con más dinero para inmunizaciones se salvarán 3 millones de vidas de niños al año; más fondos para las enfermedades diarreicas salvarán a otros 2 millones; el sida cobra 3 millones de vidas al año y la tuberculosis otras 2 millones, aducen. Las “nuevas causas” rara vez son bienvenidas en un entorno ya atestado de mandatos para comprar medicinas, capacitar a un mayor número de trabajadores de salud y, en definitiva, gastar más dinero. De allí que quienes desean promover nuevas prioridades y obtener la atención y los recursos que creen necesarios están obligados a emplear los mismos criterios de importancia y urgencia, como el número de muertes o alguna medida de la carga de enfermedad.

Tal ha sido el caso desde mediados de la década de los noventa, cuando una publicación del Banco Mundial (Invertir en salud, Informe sobre el Desarrollo Mundial, 1993) introdujo el concepto de años de vida ajustados en función de la discapacidad (AVAD), una medida que combina años de pérdida potencial de vida debido a muerte prematura con años de vida productiva perdidos por discapacidad. Muchos planificadores de salud realizaron una lectura ingenua de cómo debía aplicarse este concepto en la asignación de recursos: mientras más alta la cifra de AVAD, haría falta más dinero. Aquellos que antes se habían focalizado en poblaciones específicas (por ejemplo, los niños o las mujeres en edad reproductiva) o en tipos de prestaciones (como la atención primaria de salud) aprendieron rápidamente los nuevos códigos de fijación de prioridades, valiéndose de los AVAD para justificar el gasto en los más diversos tipos de servicios, desde inmunizaciones hasta mosquiteros.

Es cierto que la medida AVAD hizo una contribución importante a la planificación y la formulación de políticas. Al ir más allá de la mortalidad como la única medida de impacto en la salud, aportó una perspectiva más equilibrada a la carga de las enfermedades crónicas y no mortales. Mejor aún, vinculó la asignación de recursos de manera más directa con el impacto en la salud, alejándola de estadísticas dudosas de recursos de los sistemas de salud, tales como proporciones arbitrarias de puestos de salud o de médicos por habitante.

Sin embargo, las aplicaciones de la medida AVAD suelen tener imperfecciones lógicas que dan lugar a equivocaciones graves. La medida se refiere a la carga de una enfermedad determinada en una población, pero no dice nada sobre la dificultad o el costo de encarar el problema. Sin información complementaria sobre el costo-eficacia, es muy poca la orientación que ofrece para que se logre el rendimiento máximo por cada dólar invertido. Y al pasar por alto los beneficios sociales más amplios de atender problemas particulares de salud, la medida aporta muy poco a la hora de distinguir lo que debe ser financiado por los gobiernos de lo que conviene dejar a cargo de los individuos y sus familias. El uso ingenuo de los AVAD puede desplazar las prioridades hacia problemas de salud que actualmente cobran más vidas, pero entorpece los esfuerzos por sostener logros pasados o prepararse para amenazas futuras difíciles de cuantificar, como la pandemia de gripe.

Cuando la medida de la prioridad es la carga de enfermedad y el objetivo es obtener el puntaje de AVAD más alto para conservar o ampliar un presupuesto, hay consecuencias no buscadas ni deseadas. Uno de los resultados puede ser la fragmentación tanto del financiamiento como de la prestación de servicios. El financiamiento se asigna al personal y a establecimientos de salud especiales, o a medicamentos o intervenciones determinadas, lo que suele tener un impacto negativo en el funcionamiento general de un sistema que necesita dar respuesta a una población heterogénea. La gerencia de la atención de salud se distrae con cada prioridad nueva y llamativa, desaprovechando oportunidades de atender conjuntamente numerosos problemas de salud.

En la búsqueda por
atención y recursos,
los defensores de la
salud muchas veces
promueven una causa
sobre otra, a costo de
las necesidades básicas
de los sistemas de
salud.

Un claro ejemplo de esta realidad lo constituye la lucha contra el VIH. La gravedad de esta pandemia crea una urgencia para abordarla con iniciativas especiales. Sin embargo, cuando los fondos para la prevención y el tratamiento del VIH se utilizan de manera muy específica, pueden socavarse los servicios destinados a otros problemas graves de salud o a poblaciones que no están afectadas directamente por el VIH. En los últimos años, a medida que el financiamiento para los programas de VIH ha aumentado drásticamente también lo ha hecho la preocupación de que los profesionales de salud se están alejando de la atención de rutina para trabajar en programas de VIH, con su alto perfil y mejores sueldos, y de que están surgiendo sistemas paralelos de gestión de la cadena de suministros, de vigilancia y de contabilidad que ignoran los ya existentes. La dimensión del impacto de este tipo de presión sobre otros problemas de salud pocas veces es tomada en cuenta debidamente en el diseño de los programas específicos por enfermedad.

No todos los programas específicos por enfermedad o intervención tienen los mismos efectos, y la variación puede ser instructiva. Por ejemplo, durante la eliminación de la poliomielitis de las Américas, un ambicioso esfuerzo que estaba centrado nominalmente en un problema particular de salud (la poliomielitis) y en una intervención (la administración masiva de la vacuna oral) sirvió para fortalecer los sistemas de salud pública de la región en diversas áreas, entre ellas la administración de la logística del programa de inmunización y la vigilancia. No hay dudas de que todos los recursos adicionales que se generen -sean de fuentes internacionales o nacionales- en respuesta a una amenaza particular tienen el potencial de aportar mayores beneficios para el funcionamiento de todos los sistemas de salud, incluidos componentes públicos y privados. Por ese motivo los defensores de los programas para el VIH deberían ver con agrado la renovada atención a la gripe pandémica, por ejemplo.

Cada vez más la comunidad mundial de la salud está abrazando el desafío de usar dólares “verticales” (es decir, específicos por enfermedad) para apoyar la capacidad sistémica horizontal. Algunas iniciativas de alto perfil dirigidas hacia determinadas enfermedades -entre otras, el Fondo Mundial de Lucha contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria, así como la Alianza Mundial para Vacunas e Inmunización- han invitado a los países beneficiarios a que utilicen esos recursos para el “fortalecimiento del sistema de salud”, aunque hasta la fecha no esté del todo claro cómo hacerlo.

Es esencial abordar directamente el debate vertical-horizontal. Los defensores de la causa, los formuladores de políticas y los gerentes de programas deberían respetar los siguientes puntos para garantizar que toda movilización de recursos para la salud pública -cualquiera sea la causa- favorezca también el fortalecimiento del conjunto de sistemas de salud de los países:

Atender las debilidades subyacentes del sistema. Efectuar un diagnóstico de las brechas existentes en la capacidad de un país para realizar las funciones esenciales de salud pública tales como vigilancia de las enfermedades, educación sanitaria, monitoreo y evaluación, capacitación de la fuerza laboral, cumplimiento de las leyes y reglamentos de salud pública, investigación y formulación de políticas de salud. Es necesario reconocer que las deficiencias claves de estas funciones - a menudo atribuibles a un conjunto inadecuado de incentivos en el financiamiento y la administración del sector salud- deben ser superadas para responder a cualquier posible problema grave de salud que merezca la atención de las políticas públicas, tanto a nivel nacional como internacional.

Invertir en las mejoras del sistema. Utilizar recursos nuevos para fortalecer y construir sobre los sistemas existentes, incluidos los de información y monitoreo, cadenas de suministro y prestación de servicios. Diseñar todo nuevo programa dentro de un marco de largo plazo para fortalecer la capacidad del sistema de salud, incluyendo también planes operacionales a corto y mediano plazo. En el largo plazo se pueden introducir programas administrados desde el nivel central -algunas intervenciones de salud pública se organizan mejor de esta manera- pero siempre cuidando que contribuyan al desarrollo conjunto de las funciones esenciales de salud pública, y que no funcionen de forma paralela ni prevean sólo beneficios específicos de corto plazo.

Medir tanto los logros operacionales como el impacto en la salud. Se refiere tanto a vigilar los cambios en la capacidad de un país para realizar las funciones esenciales de salud pública -como lo exige toda buena administración de programas- como a medir también los cambios en las condiciones de salud. Esto debe hacerse por medio de la vigilancia habitual del estado de salud de la población, como parte de los sistemas de información establecidos, y también a través de evaluaciones rigurosas del impacto de programas particulares.

Declarar una tregua entre la defensa de la importancia de una enfermedad frente a la de otra. Movilizar los recursos utilizando todos los argumentos válidos, tales como los impactos actuales y potenciales en la salud, imperativos éticos y costos para el sistema de salud, productividad laboral y otras consecuencias económicas. En algunos casos, el enfoque más eficaz podría ser promover la causa de una enfermedad específica, pero siempre y cuando vaya acompañado de argumentos poderosos contra la asignación de fondos de manera tan estrecha que los objetivos más amplios que abarcan todo el sistema de salud no puedan atenderse.

Ninguna de estas tareas es fácil. Exigen un esfuerzo sostenido y focalizado en el nivel político, administrativo y técnico. No obstante, en vista del éxito de la década pasada en lograr una mayor visibilidad y apoyo financiero para la salud en los países en desarrollo, los defensores de la salud pública mundial deben hacer frente al reto de gastar bien sus recursos, no sólo para una enfermedad sino para muchas generaciones.

es asociada principal y directora de programas del Centro para el Desarrollo Mundial en Washington, D.C.

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 Portada de la revista
Índice

Artículos:

Mejores inversiones en salud pública

VIH: Mientras más sabes, mejor

Adulteraciones letales

La genética al servicio de la gente

La salud asiste a clase

Columnas:

Primera palabra
Cómo definir las prioridades en salud

Última palabra
Competencia no saludable

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